Lectura

 
Despertar en un sueño
Eran las nueve y media de la noche y, como tantas otras veces, no podía dormir. Desde que rompí accidentalmente la tela del atrapasueños que me regaló Remina en mi cumpleaños número dieciséis, mis noches se habían convertido en una pesadilla repetida.
Me lo dio para ayudarme con los sueños extraños que tenía desde los quince. Durante un tiempo funcionó. Dejé de sentirme perseguida por esas imágenes oscuras… hasta que todo volvió, peor.
Mis sueños siempre eran los mismos: criaturas horribles invadían la ciudad. La gente corría por sus vidas. Algunos caían bajo las garras de esas bestias. Y yo los veía. Siempre desde un rincón oscuro, sin poder hacer nada.
Y luego, él aparecía.
Un chico que nunca había visto. Siempre de pie entre el caos, cubierto por una capucha negra. Silencioso. Solo lo veía levantar una espada que brillaba con una llama azul intensa, y con ella enfrentaba a las bestias. Las derribaba una a una, como si fuera parte de su destino.
Al final, siempre me miraba. Directamente. Y entonces, una de las criaturas me encontraba y se lanzaba hacia mí. Y despertaba gritando, aterrada, sudando, con el corazón a punto de estallar.
Así eran mis noches. El mismo infierno, con diferentes escenarios.
—¡Vamos, Mera, ya deberías dejar de tener esas horribles pesadillas! —me dije en voz baja mientras salía de la cama camino al baño.
Esa noche pensé que sería como las demás. Solo otro mal sueño que olvidaría al amanecer. Pero algo cambió.
Un ruido estremecedor retumbó desde la calle. No era un sonido normal. No era un sueño... ¿o sí?
«¿Será uno de esos sueños donde crees que despertaste, pero sigues dormida?», me pregunté mientras me acercaba a la ventana, con las cortinas cerradas que Anetta había colgado a principios de año. Desde allí podía ver el callejón que separaba nuestro edificio del de al lado.
Miré el reloj. Las agujas seguían avanzando con normalidad. Eran las doce. En mis sueños el tiempo siempre se detenía.
Remina y Anetta aún no regresaban de la fiesta a la que no quise ir. Me excusé con un resfriado que ni siquiera era tan fuerte. Ahora me arrepentía. Estaba sola. Y ese ruido... seguía ahí.
Deseé con todas mis fuerzas que ya fuera la una, que mis amigas llegaran, que me despertaran contándome chismes sobre chicos guapos.
Pero no. Solo yo, frente a la ventana. Y ese sonido extraño.
Respiré hondo y, temblando, me acerqué. Abrí la ventana y pasé al balcón.
—¿Quién está ahí? —grité.
Me apoyé en la barandilla. No había nadie. Solo cubos de basura tirados y escombros. Silencio. Nada.
Me giré para mirar al edificio de enfrente.
Y entonces lo vi.
Pegado a la pared, como si desafiara la gravedad, había algo... imposible. Su piel era negra como una noche sin luna. Sus colmillos brillaban entre dos mandíbulas enormes. Y tenía cuatro ojos. Cuatro ojos que, en cuanto me vieron, se fijaron en mí como un depredador encuentra a su presa.
—¡Aaaaah! —grité, paralizada.
Corrí. Mis piernas temblaban. Me lancé de nuevo al interior por la ventana. Detrás de mí, un rugido, seguido de un golpe sordo. Algo había saltado al balcón. Otro rugido, más profundo, me heló la sangre.
Desde el espacio entre las cortinas, lo vi. La criatura estaba allí, con las garras alzadas. Sus ojos no se despegaban de mí.
No entendía nada. ¿Por qué me atacaba?
Intenté moverme. Nada. El cuerpo no respondía. Solo veía. Solo podía mirar cómo se tensaban sus músculos, cómo se abalanzaba sobre mí con un grito hambriento y salvaje.
—¡Despierta, Mera! ¡Despierta! —me rogué a mí misma.
El monstruo atravesó la ventana. Los cristales se hicieron trizas. Las cortinas se rasgaron. Y yo... solo pude gritar.
—¡Noooo!
Logré arrastrarme hacia la puerta. El monstruo despedazó mi cama como si fuera papel. Chocó contra la pared donde antes colgaba el atrapasueños roto. Eso me dio el impulso para correr. Cerré la puerta detrás de mí y me lancé hacia la entrada del apartamento.
Corría sin aliento. El corazón me martilleaba el pecho. Detrás de mí, la puerta cedía. Tenía que seguir. Tenía que vivir.
Bajé el pasador, abrí la puerta y salí. Ignoré el ascensor. Corrí escaleras arriba, directo a la azotea. Detrás, los pasos de la bestia. Su rugido, cada vez más cerca.
Llegué. La puerta de la azotea estaba abierta.
Corrí hasta una de las paredes, buscando un escondite. Pero no había salida. Solo el muro del sistema eléctrico. Nada más.
—¡No puede ser! —grité, atrapada.
La bestia emergió de las sombras. Caminaba lento, saboreando el momento. Sus ojos, sus colmillos, su aliento. Estaba sobre una maceta, preparado para lanzarse.
Cerré los ojos. Levanté las manos, inútilmente. Solo podía suplicar en silencio.
«¡Que alguien me ayude!»
Grité en mi mente; el horror no me dejaba.

Mera y el Poder del Atrapasueños

El Guardián de los Sueños

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